A finales de la década de los ochenta del pasado siglo, hice un viaje singular en compañía de unos indios de la tribu Kayapó en la Amazonia brasileña. Remontamos el río Xingú hacia la aldea de donde eran oriundos. Aquellos compañeros de viaje no hablaban nada excepto su idioma. Cuando se acababan las cerillas, encendían fuego frotando dos palitos de madera. Comíamos todo lo que cazábamos y pescábamos. Para mí, aquella singladura era como un viaje por un túnel del tiempo hacia un lugar fuera de la historia, fuera del mundo. Un periplo hacia lo “auténtico”.
Al cabo de dos semanas llegamos a la aldea de Aukre, un conjunto de chozas a la vera del río. Estaba desierta. Uno de mis compañeros de viaje me dijo que tenía que presentarme al jefe de la tribu, y que lo encontraría bajo un pajizo en el linde de la selva. Allí dirigí mis pasos. Bajo un amplio cobertizo estaba sentada la tribu entera. Todos tenían la vista puesta hacia un punto en el techo. Parecían hipnotizados. Cuando me agaché, me llevé la gran sorpresa: aquellos indios desnudos y pintarrajeados, con plumas en la cabeza, estaban viendo la televisión. ¿Y que veían con tanto interés? Un episodio de la serie Dallas, doblado al portugués, idioma que por supuesto no entendían. Por esa pequeña pantalla, los Kayapó entreveían un mundo desconocido y que les fascinaba. Luego me enteré de que el primer dinero ofrecido por los madereros como pago por tener derecho a talar su trozo de selva lo destinaron a la compra de una antena gigantesca de TV. Querían ver mundo.