A finales del siglo XIX, las potencias europeas ocupaban gran parte del sudeste asiático en la culminación de lo que había empezado con la instalación de diferentes empresas comerciales que fueron ganando poder territorial. India, Burma, Camboya, Vietnam, Filipinas, Borneo… estaban en manos de los imperios europeos y, cada uno de ellos, acogía a mucha población europea. Solo Siam escapaba como podía al poder de las potencias extranjeras.
En Singapur vivía una profesora inglesa, viuda de 31 años, con dos hijos, dedicada a la enseñanza de los hijos de los oficiales ingleses. No le iba bien. Los oficiales a menudo olvidaban pagarla y sus esfuerzos para mantener a su familia parecían inacabables.
Todo cambió en 1862 con la visita del cónsul de Siam. El rey absoluto del país, Maha Mongkut buscaba una institutriz para sus hijos. Estaba preocupado por la presión de los imperios francés e inglés, ansiosos con acabar con la independencia de su reino. Para defenderla, era imprescindible que los príncipes (especialmente el heredero) se educaran en valores occidentales. Anna aceptó. Tres semanas después, accedía al palacio real de Bangkok, un edificio al borde del río, con cientos de habitaciones y techos de oro que alojaba a una inmensa familia real: el rey tenía casi un centenar de mujeres y setenta y siete hijos en aquel momento. Llegó a tener 82.