Fui una de las muchas adolescentes españolas que enviaron a estudiar a Irlanda, una edad donde tu interés está centrado en el último concierto de U2 o las fascinantes tiendas de segunda mano de Dublín al otro lado del río, pero no precisamente en la naturaleza salvaje, los acantilados o los cottages con tejado de paja. Y esa es la otra Irlanda, una tierra que ha inspirado durante años a escritores, poetas o directores de cine, y es hora de entender por qué.
Invitada por una amiga local tuve la ocasión de volver treinta años después a este país intensamente verde y a su gente de carácter abierto y sonriente, siempre dispuestos a tomar una cerveza, contar historias o cantar de forma espontánea. Tenía ganas de recorrer los paisajes lunares que ofrece la parte oeste del país, la isla dentro de la isla.
Tomé un vuelo de Madrid a la ciudad de Galway sin pasar por Dublín; esa noche dormimos en Park House Hotel, en el corazón de Galway 100% irish por su olor a madera, cerveza negra y chimenea humeante.
Cuando era estudiante y vivía en Dublín recuerdo escuchar que los centollos carecían de valor gastronómico, de hecho, los veían como arañas gigantes, no valoraban el inmenso valor de la pesca de sus frías aguas. La patata, el pollo, el salmón y en ocasiones el cordero con menta, abarcan los platos principales en los hogares irlandeses. Para descubrir algo nuevo fuimos al restaurante Loam del chef Enda McEvoy y su mujer Sinead Meacle; un auténtico innovador de los fogones en este. Probamos recetas muy singulares con base de carne y verdura acompañados de productos autóctonos como son: el heno seco, las algas, el musgo fresco y las flores. La presentación delicada de cada bocado me recordó a la comida japonesa, por su delicadeza, texturas y puesta en escena. Desde luego si el viajero busca el clásico salmón este no es su lugar. Después de esta inesperada y sofisticada experiencia, sentí curiosidad por saber qué otras propuestas culinarias me esperarían en nuestra ruta hasta Connemara.